23 de junio de 2011

Quiérete Mucho ©

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En medicina, cuando se encuentra un cuadro raro y no se sabe a qué es debido no se le da ningún nombre concreto, se le pone el nombre del señor que lo descubre. En 1912, Hashimoto, que trabajaba en Alemania, describe una de las primeras enfermedades autoinmunes — llamadas también autoagresivas —, la Tiroiditis De Hashimoto.
Mi intención no es precisamente tratar del trastorno tiroideo citado, sino plantear, como hipótesis de trabajo y de manera totalmente acientífica, lo que podría ser, si no motivo, sí coadyuvante de la autodestrucción del organismo por el propio sistema encargado de defenderlo.
Tómese todo, insisto, como hipótesis.

Sabemos que nuestro cuerpo está jerarquizado, que el cerebro es el jefe. Consciente o inconscientemente, las órdenes del ‘jefe’ son cumplidas a rajatabla, de modo que tanto los actos voluntarios como los reflejos están regidos por él. De ese ‘jefe’ depende el funcionamiento del sistema nervioso vegetativo (simpático y parasimpático), que siempre contaron con mis simpatías.

Pongamos que la función cerebral más importante es la del pensamiento. A mí no me cabe duda alguna. Desde que empezamos a pensar, a integrarnos en el ambiente social, en el sistema, se empieza a forjar eso que llamamos personalidad. Juraría que es tan complejo definirla que probablemente las definiciones sean un conjunto de palabras más o menos hiladas y ambiguas, diferentes según quiénes las formulen. Pero en algo podemos todos (incluso los legos) estar de acuerdo: hay manifestaciones en las personas que son claros indicadores de la lucha por la supervivencia social, la adaptación, la dominación, el logro y… en muchos casos la secuencia de derrotas ante expectativas propias y, sobre todo, ajenas que nos afectan. A éstas no podemos sustraernos. Es el sistema competitivo, la ley del más fuerte o más astuto la que prevalece como canon de reconocimiento social, sea en el seno familiar, laboral o de relaciones lúdicas.
Ahí empezamos a devaluarnos, a no querernos, a ser enemigos de nosotros mismos: es lo que da en llamarse la baja autoestima, o dicho de otro modo, que no nos queremos nada de nada.
Y ahí es donde el cerebro, en la parte inconsciente del ‘yo’, puede hacer su trabajo, obediente ante el verdadero ‘jefe’: el pensamiento, los deseos no expresados, incluso no reconocidos, de autolisis.
Es un largo proceso, años de batalla contra la programación de defensa del propio sistema volitivo, del orden que estableció, ayudado por los genes, el propio cerebro, o mejor dicho, el ‘yo’ íntimo.

Contra el deseo inconsciente de terminar con el sufrimiento, en mayor o menor grado, la somatización aparece de manera diversa y constante en forma de inmunodepresión: se es proclive a enfermar, llegan las migrañas, malestares digestivos, el estrés y sus severas consecuencias.
Las pequeñas batallas desembocan en una guerra abierta entre el organismo y su sistema inmunológico, llevando las de ganar éste, desprogramado, despistado; tal es así, que trueca su función por la contraria y se torna destructivo. Y lleva las de ganar. No hace tanto que se descubrió que cierto tipo de diabetes es también un trastorno autoagresivo (autoinmune).

De manera que nos vamos autodestruyendo sencillamente porque no nos queremos, no nos admitimos como somos; con grandezas y miserias, todas excesivamente humanas.
¿Han reparado en la longevidad cuasidescarada, como si de un agravio comparativo se tratase, de ciertos personajes de la política, la ciencia, la Literatura? Yo diría que es producto de la seguridad personal y el reconocimiento social. De la autosatisfacción, incluso del egoísmo aplicado: ‘primero yo, después yo y siempre yo’.
Pues amigos míos, mejor será que nos queramos mucho, que nos reconozcamos, admitamos nuestros valores y tomemos las limitaciones como algo tan extendido que no se libra ningún ser humano de tenerlas, sin enjuiciarlas como un baldón.

¿Qué no tenemos el reconocimiento social o profesional que creemos merecer y que sin duda merecemos? No importa. Sólo hace falta recordar a Nietszsche, que no siendo precisamente un ejemplo de vida, elaboró la feliz afirmación que explica cómo la envidia, sobre todo, maquina en almas mediocres el aplastamiento personal ajeno: No basta con tener talento; hay que tener también vuestro permiso, ¿no es así, amigos míos?”


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