24 de junio de 2011

Otoño en primavera ©


Hace un momento se han ido a sus respectivas casas. Es lo normal, los hijos se independizan, aprenden a vivir sin estar a la sombra de su madre, afrontarán problemas y contrariedades pero eso les hará madurar, responsabilizarse de su propia vida es necesario. No es que me haya entrado de pronto el tan cacareado síndrome del nido vacío; no es eso. Es la sensación de la disgregación, unos, por ley de vida (o eso dicen) porque llegan al final de la misma. Los  otros, porque tienen que vivir la suya.
Solo que todo tan seguido, sin tiempo para asumir, para sedimentar cada paso y saltar cada escollo, resulta inquietante. La soledad física nunca me ha asustado. La soledad interna, la del yo íntimo, esa especie de vacío que se aposenta en el fondo de la consciencia, es difícil de cubrir al menos tan rápidamente.
Cada día es igual al otro... y sólo yo tengo la posibilidad de cambiarlo. Tendría que haber tomado alguna que otra decisión para llenar mi tiempo en algo agradable, creativo, que por fuerza tenga que ser fuera de casa o me acostumbraré a estar, sin camino para volver a ser. Si ellos se hubiesen marchado cuando vivía mi esposo, cuando aún mi perrito estaba a mi lado tras la muerte de él, me sentiría algo mejor; necesaria para cuidarlo, acompañándonos mutuamente... Pero ahora no es posible. También se me fue.

Pareciera que estuviera remedando el famoso tango, "también se me fue", como en  La Cumparsita, qué ironía; o cantando internamente Sus Ojos Se Cerraron... Cuántas veces interpreté para él esas canciones acompañada a la guitarra, o baladas tristes... Y mientras él se me iba, seguí cantándole aquellas canciones que ya eran cantares

¡Qué soledad la que me dejaste! No es comparable a ninguna otra. Me acostumbré a tu presencia, tantos años compartidos, y ahora, cuando se marchan los hijos, nos tocaba ser de nuevo novios, pasear y sonreír por cualquier cosa, compartir el silencio, la lectura o ver pasar a la gente mientras camina no se sabe hacia dónde... Todos hacia el mismo lugar al final. 
Espantamos la idea de que somos finitos y cuando toca el momento de partir o de sentir que alguien querido está a punto de marcharse hacia la eternidad o la nada, nos coge por sorpresa, nos parece increíble... Y es que no nos hemos preparado para ese trance: una pérdida vital que nos arranca también parte de nuestra existencia.

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