24 de junio de 2011

EL CRIMEN ©


Lo había matado. Aquella descarnada mandíbula que perteneciera al asno compañero, útil hasta más allá del final, la herramienta que le hacía más llevadero el trabajo de roturar la tierra endurecida bajo capas recientes, de extraer los tubérculos apresados en ella, había sido también el instrumento de su liberación.

Lo miró. Yacía ofreciendo un rostro encarnado al sol poniente, que se reflejaba en el rojo humor, casi endurecido, reverberando matices luminosos, dibujando lunas violáceas bajo los ojos del homicida.
La mano lacia dejó deslizar el arma que aún sostenía. Quedó cubierta por la hierba fresca y crecida. Sintió la agradable sensación en sus pies descalzos de la mullida capa de suaves filamentos a cada paso, rozando despacio sus tobillos en un saludo acariciador, mientras se dirigía al terreno colindante, donde las hojas de los tubérculos languidecían y adoptaban un color ceniciento.

El rocío del anochecer empezaba a notarse en su rostro acalorado, confundiéndose con las gotas de sudor del torso desnudo. Se sentó sobre la roca desde donde veía crecer, temporada tras temporada, las exangües hojas, al principio brillantes, y hasta pizpiretas cuando la brisa las atravesaba a ras de tierra. Sintió la punzada al inclinarse, llevaba años con ella. Doblar el espinazo para plantar, remover la tierra y limpiar las incipientes plantas le dejaron de recuerdo esa aguja invisible en su afanoso cuerpo. 


Apoyando los codos en las rodillas, abandonó la cabeza entre sus manos. Los callos secos, como la tierra, libaban el rocío salado de su rostro. Los recuerdos recientes se agolparon en imágenes confusas. Lo había matado, era cierto. Lo había matado. Miró la empalizada que separaba su gleba de la pradera fértil alfombrada. El arroyo que discurría al fondo llegaba con sonido burbujeante, como risas infantiles. ¿Cuántas veces le rogó que le dejara desviar un pequeño brazo de agua para saciar la sed de sus plantas? Tantas como negativas recibió: Mis corderos la necesitan para beber y la hierba para alimentarlos. 


Cuando asaba un tubérculo entre las brasas, el olor del asado de carne llegaba hasta él desde el prado vecino. Mientras él dormía a la intemperie, la cabaña de ramas cubiertas con pieles de oveja protegía al otro, y un mullido vellocino acogía su cabeza

El sol, ardiendo en su dorso doblado, le había dejado manchas protuberantes en la espalda, que se había defendido produciendo una capa de vello rizado y oscuro, como el de su pecho. 

Recordó el aspecto de efebo bruñido del ahora muerto. Los favores de las muchachas de la aldea, las risas, los corros alborozados de las mozas a su alrededor, mientras él cargaba las tinajas en la fuente natural a lomos de su viejo asno. La mirada oblicua del elegido, dirigida de soslayo y que nadie percibía, se burlaba del labrador, que volvía la espalda al corrillo, sabedor de que ninguna de aquellas mozas se acercaría a él.

Esa tarde. A pesar de las negativas anteriores, volvió a cruzar la empalizada para pedirle por última vez que le dejara desviar un brazo del arroyo: sus plantas se morían de sed, llegaría el invierno y no lograría alimentarse, no podría cambiar parte de la cosecha por el queso que elaboraban las aldeanas con la leche de las ovejas, ni tener un vellón para cubrirse del frío. Ni siquiera podría llevar unos pocos tubérculos al ara de las ofrendas, y La Fiesta De La Luz estaba próxima.

—Ahora estoy orando, ven mañana —le había contestado. 

Él no podía orar, bastante tenía con maldecir su suerte. Sintió el torrente sanguíneo ascender hasta notar fuertes latidos golpeándole las sienes. Gritó, zarandeó los hombros del pastor, que se levantó con mirada desafiante. El silencio denunció indiferencia y desprecio ante la desesperación del labriego. 

Sintió colgando de la cintura su herramienta: la quijada del asno compañero ya sólo presente en el recuerdo. Volvió a gritar, la cólera y el llanto deformaron aún más su gesto atormentado. Los nimbos, como blandos corderos, se detuvieron mientras abajo, tal que atendieran a una orden del amo, ovejas y borregos dejaban de pacer para volver las cabezas en una evolución coordinada,  contemplando impasibles la escena.

La mirada del elegido reflejó sorpresa primero, después ironía. Desafiante:
—Atrévete —espetó. 

Los crujidos de huesos quebrados produjeron un eco monótono. Una y otra vez, hasta que el cuerpo ensangrentado se desplomó sobre el herbaje.

Apoyó las manos en las rodillas, levantó el rostro: alguien le hablaba...
No contestó. La voz insistió:  
—Caín, ¿por qué has matado a tu hermano?                                         
©                                     




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